El tópico del hombre que no se entiende con las mujeres es una situación que siempre me fue familiar, no en el ámbito de llegar a no entenderlas en absoluto, pero había llegado a la conclusión de estar preparado para lo inesperado y lo peor con ellas; con todo eso, llegaban a sorprenderme en numerosas ocasiones. Esa locura que caracteriza a las mujeres y en especial a las que me rodeaban se convinaba con una extraña fuerza que conseguía que mujeres con grado de locura mayor a la normal vinieran a mi o yo acabara en dirección a ellas. Mi destino se perfilaba como vigilante en un manicomio para mujeres.
Mientras añoraba un pasado que intentaba olvidar me dedicaba a meditar sobre mi error más reciente, aquella conversación que había terminado en bofetón con Eva. Mi comportamiento había sido extraño esa noche, de cara a la galería podría decir que era fruto de la bebida, pero en mi interior me autoflagelaba por haber sido tan estúpido aquella noche con ella. Si ese era mi verdadero yo, estaba claro que era comprensible que pasara las noches desde hacía bastante tiempo en absoluta soledad. Tras los acontecimientos con Eva, mi visión sobre mi mismo había cambiado a peor. No podía pensar en lo merecida había sido la marca rojiza en mi mejilla que lucí tras hablar con ella y que de una manera un tanto precaria intenté disimular. Desde entonces habíamos coincidido en un par de ocasiones pero aquella joven que había pasado una noche en mi cama no era capaz de dirigirme ni una mísera mirada, sus motivos tenía. Pero era muy difícil que dejáramos de coincidir: amigos en común y lugares de reunión similares lo impedían cada fin de semana.
Era sábado y no dudaba de que esta noche Eva volvería a estar presente una vez más y que por octava vez pasaría ante mi intentando que mi presencia fuera tan importante para ella como el desgaste del suelo que pisa. Quedé con unos amigos para cenar fuera de casa, unas cervezas y algo insano que aportara fuerzas para salir aquella noche. Volví a mi casa y en la ducha encontré las fuerzas que la bebida y aquella hamburguesa no me pudieron dar. Era complicado querer salir en aquellos días donde la monotonía había enfermado incluso a un sentimiento tan cambiante como el odio. Pero una ducha lo cambiaba todo. En una ducha era capaz de cantar con alegría a pesar de tener mierda hasta el cuello, en la ducha los aromas de geles y champús me embotaban los sentidos más que cualquier licor, el calor del agua por mi cuerpo relaja los músculos y me hacía sentir indestructible.
Cuando salí de casa, decidí que necesitaba un buen trago y apresuré a mis compañeros de nocturnidad para llegar al local, al de siempre, donde nos conocían y sabían que pediríamos. Empecé con cerveza, un clásico, la marca de ella se mostraba bajo mi pecho en forma de pecaminosa barriga. Eran muchas de las marcas de una vida con muchos pequeños excesos y pocas compensaciones. Mientras mis amigos cacareaban en corro yo bebía ligeramente apartado mientras escuchaba lo que me contaba el camarero sobre el partido de aquella tarde, yo asentía a todos sus comentarios; mis ganas de recordar el nefasto resultado de nuestro equipo eran nulas. Pedí más cerveza y me autodeterminé a que aquella noche no le sería infiel a la bebida espumosa. Me encontré pensando en Eva, quería verla, quería que me mirara con sus grandes y curiosos ojos marrones y se abrió la puerta en ese preciso instante. Por ella entró Marta, una antigua amiga con la que intercambié copas y noches antes de que el infierno llegara, me vió y se acercó sonriente. Y comenzó la típica charla de falsa nostalgia entre ambos. Marta había cambiado para bien y a ella no parecía desagradarle lo que el tiempo me había hecho. Era divertido el juego de la amnesia temporal y transitoria sobre el haber tenido sexo, pero seguí el camino que ella me marcaba y del que parecía disfrutar cada vez más con el paso del tiempo. En medio de ese juego a Marta se le escapó una invitación a enseñarme no sé que asunto en su casa que me iba a gustar, creo que un libro del que la había hablado o algo así, acepté. Había bebido y me sentía impetuoso. Vi entrar a Eva, me disculpé con mi acompañante y me acerqué a la recién llegada.
-Puedo... Mejor dicho, ¿podemos hablar?
-No tengo nada que decirte.
-Pero a mi me gustaría disculparme. Fui un idiota, de alguna forma herí tus sentimientos y espero que a pesar de llegar tarde pueda enmendar mi error.
-La verdad es que no sé que decir.
-Podrías empezar aceptando quedar un día para demostrarte que mis disculpas son sinceras y...
-¿Y?
-Pues... Había pensado que... Bueno, que podríamos conocernos, ¿no?
-De momento acepto las disculpas.
-Es un paso, gracias de veras.
-¡Rober! ¿Te queda mucho?-Desde la barra Marta me llamaba y tanto Eva como yo nos giramos para verla.-Ya pagué, cuando quieras...
-Eva, esto... Es Marta una vieja amiga y...
-Ya veo que estás ocupado, no te molesto más.
Tras esas palabras Eva se incorporó a su grupo de amigas que la estaban esperando. Marta se me enganchó al brazo y noté que el alcohol le había afectado más a ella que a mi. Antes de salir por la puerta pude mirar por última vez aquella noche a Eva, ella también me miraba, fría, con un gesto más recto que cuando me había golpeado. Aquella vez el golpe lo había sufrido ella, en el orgullo. Me sentí podrido por dentro. No estaba haciendo nada malo, pero dentro de mi se forjó un sentimiendo oscuro que me produjo unas ligeras nauseas. Llegué a casa de Marta y tras ver el libro me despedí de ella con unos cuantos besos por los viejos tiempos, me invitó a quedarme pero le indiqué que no estaba bien y ella comprensiva me dejó ir. ¿Por qué dejé escapar a una mujer como Marta? En el camino a casa me encontré a Eva, ¿qué podía decirle? Lo que estaba claro es que tenía que decirle algo.
-Lo he vuelto a hacer, perdón.
-No has hecho nada.
-No hace falta que mientas.
-¿Qué te pasa en la cabeza?
-Si lo supiera serías la primera en enterarte. Es este odio que llevo dentro, esta negrura que me consume y hace que las buenas personas que me rodean acaben jodidas. Por eso bebo, no soluciona nada, pero por lo menos me deja lo suficientemente idiotizado como para no crear problemas a mi alrededor.
-¿Te das cuenta de lo que haces?
-En la mayoría de los casos.
-Tienes que parar.
-Si pudiera no estaría tan solo.
-Me tengo que ir, estoy cansada.
-¿Sigue en pie lo de ir a tomar algo juntos?
-Llámame cuando los problemas se vayan.
-Lo haré.
Nunca la llamé. Nos volvimos a encontrar varios fines de semana e intercambiamos palabras, estuvo bien. Pero aquella noche decidí que Eva ya había visto demasiado de mi mierda y me fui a casa sabiendo que no la llamaría, que aquella chica no se merecía vivir un infierno como el mio, que no volvería a las garras del monstruo. En casa me abrí una lata de cerveza y miré con cierto aire de añoranza la ropa interior que se había olvidado en mi casa y que no había devuelto. Eva, yo habría sido tu fruta prohibida. Esa noche dormí bien, por una noche el odio había desaparecido.