El guerrero se encuentra sentado en el suelo con las piernas cruzadas, algo inclinado hacia adelante con ambos brazos apoyados y la cabeza reclinada como si estuviese rindiendo pleitesía a lo que tiene delante pero solo es su espada. La habitación está a oscuras como sus pensamientos. Mira fijamente a su espada. La considera una prolongación de su propio cuerpo. Si la espada tuviera conciencia lo consideraría una prolongación de si misma piensa para si mismo. Ocho años de batalla en batalla en una guerra donde todavía no sabe por lo que lucha y si vale la pena. Contempla su espada envainada y piensa en cada una de esas batallas. En cada herida que inflingió a otros hombres que seguramente tampoco tenían claro que hacían ahí o por qué luchaban. Tenían miedo en la mirada. Recuerda a cada uno de los muertos bajo su filo y como cada noche sentía su arma cada vez más pesada. El peso de una vida. Quizás cada vida arrebatada lo volvía más indigno de ser un guerrero y por eso su arma pesaba más y más.
Cada mañana en la que no tuviera que batallar entrenaba con su arma durante horas y cada noche antes de acostarse le dedicaba una hora a cuidar el filo de su arma. Cada noche se decía que es lo que le mantenía con vida. Desde su posición saca unos centímetros de la espada de la vaina. En la oscuridad mira su reflejo. El metal perfectamente trabajado solo devuelve la oscuridad en la que estaba sumido. Desea verse en su arma. Que su alma no fuera una sombra más de esa habitación completamente mimetizada. Nada. Ese trozo de metal al que había servido como a un padre no era capaz de mostrar nada más que la oscuridad. La oscuridad de la habitación. La oscuridad de los actos cometidos por ambos. La oscuridad en su alma y en su corazón. Siente cada una de las heridas que sufrió en todo este tiempo. La flecha que se le clavó en el hombro en su primera batalla. La marca en su pierna derecha donde se le clavaron unas astillas que si no llega a retirar a tiempo igual le tendrían que haber cortado el pie. La cicatriz de la última batalla que le recorre toda la espalda cuando un enemigo con su último aliento le pegó un tajo. Un golpe que solo un milagro evitó que fuera mortal. Su cuerpo se había convertido en una colección de marcas que le habían dejado todos estos años de vivir impartiendo muerte. Coloca sus manos frente a su cara y aun en la oscuridad puede ver los callos. Unas manos tan machacadas que no parecen las manos del hombre que acarició por última vez a su amada antes de partir. Dirige su mirada a la empuñadura y tiene distintas deformidades de la presión del agarre durante tanto tiempo. Si tuviera un espejo delante, ¿sería capaz de encontrar a la persona que era antes? ¿Su cuerpo y su corazón habían sido moldeados para la guerra? Esa idea solo le podía causar pesar y vergüenza. La puerta del cuarto se abre y aparece una mujer con una larga melena negra. Lo mira con extrañeza.
-¿Qué haces ahí sentado en el suelo? Levántate y ven que está deseando conocerte. - El guerrero se alza y avanza hacia la luz que proyecta la otra habitación a través del marco de la puerta. Tiembla un poco. La mujer le sujeta con cariño la mano y lo guía para que lo acompañe a la otra habitación. - Kim, te presento a tu padre.
El guerrero cierra la puerta tras atravesarla dejando solo una pequeña abertura por la que se cuela un alargado dedo lumínico. Un dedo tan alargado que alcanza la espada. El guerrero la dejó atrás, en la oscuridad. Ya no la necesitaba en la batalla que tiene enfrente. Una batalla por su vida.