martes, 20 de febrero de 2024

Padre

             La hora de echar la llave y por fin descansar pensó el párroco. Había ampliado un poco el horario de recibimiento de gente en la iglesia en las últimas semanas debido a los incidentes que preocupaban a parte de su congregación y notaba que acostarse cada día más tarde le estaba drenando sus energías no así el ánimo. Sonrió al pensar en toda la gente que estaba ayudando y se dijo a si mismo que para eso existía la institución de la iglesia. Ahora mismo era conocido como el Padre Mateo, pero no habían pasado ni diez años desde que era Martín Lazarescu, el hijo del medio de una famosa familia poderosa del país. Durante años Martín fue la oveja negra entre sus hermanos. La mayor tras estudiar derecho se convirtió en la mano derecha de su padre a la hora de gestionar toda la parte industrial de los negocios familiares y el pequeño finalizó sus estudios en administración de empresas y dedicó parte del capital familiar en crear una flota marítima para cruceros turísticos. Martín sin embargo no tenía esa faceta casi innata de los Lazarescu para los negocios y decidió estudiar filosofía. El padre ofendido por las inclinaciones tan poco rentables de  su hijo decidió mover fichas e influencias y destinó a su hijo al principio de la senda religiosa. Con 25 años Martín ya era el Padre Mateo y había sido asignado a dirigir una congregación pequeña pero bastante fiel. El Padre Mateo fue reconocido por sus superiores por su capacidad de reflexión y su incansable amabilidad que contrastaba con un cuerpo de coloso. El párroco con su metro noventa aparentaba ser un gigante con sotana pero como bien dicen, las apariencias engañan y ese cuerpo más adecuado para la lucha escondía una mente brillante y un corazón que no parecía caber incluso en tan gran pecho.

Tras cerrar la puerta a cal y canto exploró con la mirada la planta principal. Los bancos de la iglesia, el altar desde donde predicaba y todas las figuras religiosas que decoraban el templo. Sabía que antes de ir a dormir tocaba revisar los sótanos. El primero nada más entrar a mano derecha encuentras las escaleras que bajan a la biblioteca, lugar de conocimiento y ocio. Cincuenta años en el pasado está registrado que fue la última vez que se usó como centro escolar para los niños de la zona que no podían permitirse el acceso a una escuela y habría que remontarse a casi cien años antes para la última vez que se empleó como centro de estudios superiores. Le encantaba pasar varias horas en sus días más ociosos en la biblioteca explorando sus conocimientos, revisando las obras literarias clásicas o charlando con algún estudioso que alguna vez elegía de entre todas las bibliotecas de la ciudad la de la iglesia para trabajar. Comprobó que todo estaba tranquilo en la biblioteca, no era la primera vez que alguno de sus invitados nocturnos se quedaba hasta tarde y se le pasaba la hora de salida. Hoy no era el caso. Y ya solo le quedaba al final de la plata principal las escaleras que llevaban al sótano residencial. Una habitación enorme que en el pasado fue un comedor para todos los religiosos que vivían allí y seis habitaciones sencillas con baño dispuestas a lo largo de un pasillo. Sabía que salvo su habitación tanto comedor como las otras habitaciones estarían ocupadas. Sus invitados los llamaba aunque en realidad fueran refugiados.

Todo empezó unas tres semanas antes cuando un grupo de personas que vivían en las calles apareció tras la última homilía a pedir permiso para pasar la noche en la iglesia. Que tenían miedo. Que algunas personas habían desaparecido las últimas noches y que algo raro pasaba en la oscuridad de la ciudad. El Padre Mateo sintió que era parte de su responsabilidad proteger a su rebaño y los acogió amablemente. Eran tres personas que temblaban entre aterrorizadas y agradecidas cuando el religioso les preparó tres catres y les dio sopa caliente para cenar. Al día siguiente volvieron acompañados de una madre y su hijo que también se había quedado sin hogar. Cada noche volvían con unas pocas personas más hasta tener casi la treintena que tenía acampadas en el sótano. Cada uno llegaba con más datos de una historia que se tenía que completar como un rompecabezas. Personas desaparecidas en los últimos días, risas que daban escalofríos en mitad de la noche, un nombre en un idioma que el padre no llegaba a reconocer y unas pesadillas que habían llegado incluso a alcanzar al Padre Mateo. Pesadillas de una oscuridad absoluta y de sentir una mirada que te helaba la espalda. Aun con su faceta de religioso, el padre era escéptico con estas cuestiones casi esotéricas. ¿Una pesadilla colectiva? Seguramente todas estas historias que se contaban durante la cena habían creado un pánico colectivo.

Subió las escaleras desde la biblioteca y escuchó unos golpes en la puerta que había cerrado hace un rato. No creo que quede mucho espacio para más personas pensó mientras caminaba hacia la puerta. Al abrirla se encontró solo ante la oscuridad de la noche. Una broma se dijo para si mismo, con el miedo que tiene esta gente y una broma. Volvió a cerrar con llave y se dirigió a la zona residencial cuando volvieron a sonar unos golpes en la puerta todavía más fuertes. El Padre Mateo suspiró, no eran horas para este tipo de juegos y no le quedaban muchas energías después de ayudar a hospedarse a una treintena de personas. Ignoró al bromista cuando volvió a sonar de una manera frenética como alguien que necesita que le abran. Se giró y fue lo más rápido que pudo al abrir la puerta para poder pillar al bromista. Al abrirla no se encontró a nadie, miró alrededor y nada. 


-¿Hay alguien ahí? Si es una broma no tiene gracia, ya llevo más de un año aquí para recibir novatadas y la gente que aquí se encuentra necesita descanso y paz. Si vuelves a importunar tendré que llamar a la poli...


El Padre Mateo no pudo terminar su reprimenda porque al fondo asomando entre la oscuridad aparecieron dos ojos. Rojos inyectados en sangre como los de un animal salvaje pero demasiado grandes para ser los de un perro. El religioso se quedó como hipnotizado por el terror que le producía el cruce de miradas hasta que recobrando el sentido empezó a cerrar lentamente la puerta cuando el sonido de risas inundó el ambiente. Unas risas que asustaron más al padre que intentó buscar hasta encima suya a quien las producía. En un instante todas esas historias que durante las últimas semanas escuchaba entre sus asustados acompañantes de cena cobraron significado y un nombre que había borrado de su mente apareció en la punta de su lengua Argagax. El solo pensar en esa palabra una consecución de horrores como fotogramas de una película se aparecieron en su mente. Cerró la puerta horrorizado y cayó de rodillas empapado de sudor. Tardó un rato en recobrar fuerzas en sus temblorosas piernas hasta que pudo llegar a desearles buenas noches a sus invitados intentando esconder su propio terror. "Martín sé fuerte, tienes que ser fuerte por ellos" se repetía para sus adentros mientras mostraba su mejor cara a las personas que intentaban descansar en el refugio que se había convertido su iglesia. Llegó a su cuarto y derrotado se arrodilló frente a su cama a rezar. No por su alma, sino por la protección de las personas que tenía a su cargo. No podía dejar de sentir esa mirada en su nuca. Burlona. Cuando se metió en cama lo invadieron las pesadillas. Y no podía parar de recordar lo sucedido con esos ojos rojos, el terror que sintió. Al final el cansancio venció al miedo y se durmió.

A la mañana siguiente cada una de las personas que habían pasado la noche se despidió del Padre Mateo muy agradecido, él invitaba a cada uno de ellos a volver esa noche si así lo necesitaban. Hoy no tenía que dar ninguna misa por lo tanto era uno de esos días ociosos que agradeció poder dedicar a sus cosas, quizás un poco de lectura le distrajera. Tras adecentar los cuartos de las personas que acababan de marchas puso rumbo a la biblioteca. Buscaba alguna historia que le mantuviera sumergido en la narración y no en sus oscuros pensamientos. Al abrir la puerta pudo ver a una joven sentada con un libro delante que se sujetaba la cara con ambas manos y parecía estar llorando. Ni Martín Lazarescu ni el Padre Mateo pasarían por alto tal situación y se acercó a ella y apoyando una de sus manos en el hombro le preguntó.


-¿Te puedo ayudar hija mía?

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