No quiero echarle la culpa a la vida a esta tristeza que arrastro por imbécil. Durante los últimos seis meses cada decisión que tomaba parecía estar equivocada y cada error cargaba una mochila que de unas semanas para aquí me obligaba a encorvar la espalda. En medio de esto conocí a Bea. Bea era el tipo de persona que supe desde el primer momento que me iba a volver loco en buen sentido de la palabra. Hablar con ella me hacía perder la noción del espacio y el tiempo y cada comentario ingenioso suyo me convertía en una especie de pelotillero que se descacharra con las bromas de su jefe. No paraba de tararear su nombre como si fuese una mala canción que no eres capaz de quitarte de encima. Me encontré bailando en la línea entre el deseo y la obsesión. Nuestros encuentros eran tan sorpresivos como fugaces y quizás ese era parte del encanto o del motivo de mi enganche y en más de alguna mañana aburrida de trabajo me encontré fantaseando con la posibilidad de que mis planes de tarde se cruzaran con los suyos y nos viésemos. Nunca llegó a pasar. Y un día uno de los dos se armó de valor y le propuso al otro un encuentro tête à tête, no fui yo. La idea fue ir a ver una exposición en un museo local y ver su amor por el arte no hizo más que elevar el concepto que tenía de ella. Era encantadora, alegre e ingeniosa a un punto casi insultante. Empezaba a preocuparme la borrachera de emociones a la que me estaba sometiendo con ella, era nuestro primer encuentro en estas condiciones y me estaba volviendo adicto. Salimos del museo y tras conocernos un poco más con una copa la acompañé un rato en su camino a casa.
-¿Sabes? Me lo he pasado muy bien. -Dijo cambiando de tema con una sonrisa de oreja a oreja. Noté como mi cara se sonrojó y como las palabras se me atragantaron. -Estaba un poco preocupada porque no fuera bien la cosa o que hubiera silencios incómodos, pero no. Contigo siento que no hay nunca incomodidad.
-Para mi también ha sido una gran tarde. -Escupí casi tartamudeando. -Ha sido un plan bastante distinto a lo que estoy acostumbrado y me gustaría repetirlo.
-Sí, estaría bien.
-Creo que esto va a sonar precipitado pero me gustaría que fuera mañana y pasado y al día siguiente. La verdad es que no quiero despedirme de ti en un buen rato. Me apetece seguir escuchando tu voz, notar mi cara roja por tu presencia y que la tarde de hoy no se acabe. Tengo la sensación de que no me podría aburrir de ti ni aunque me empachara todos los días y no decírtelo creo que es irresponsable. No sé que puedo aportar a tu vida o a la de nadie pero como me miras me cambia el día y no sé me gustaría creer que al revés es lo mismo que escuchar esto te está dando calor en el pecho.
-Rober... Lo siento. No creo que eso que describes esté pasando. No por mi parte. Y no sé muy bien que decirte. Creo que mejor que me vaya sola el resto del camino.
Me echó una última mirada de lástima antes de irse sin decir nada más. Yo me quedé congelado en el espacio y en el tiempo mirando como se iba hasta que giró a la derecha en una calle y ya se fue de mi rango de visión. Me senté en el borde de la acera y metí la cara entre mis piernas. No fui capaz de llorar, quizás no tenía motivos. El frío de la noche me arañaba la espalda y yo estaba encogido como un niño tiritando en su cama. Perdí la noción del tiempo que estuve ahí con esa mala canción envenenándome la punta de la lengua, incapaz de decir su nombre. Estaba siendo un otoño frío pero seco y mi calor en el pecho se había convertido en lluvia.
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