domingo, 30 de septiembre de 2012

Aquel hombre infeliz

Su felicidad se había esfumado largo tiempo atrás en forma de silencio. Habían pasado muchas noches lluviosas desde que su voz le abandonara, muchas mañanas solitarias y muchas tardes donde el Sol apretaba tan fuerte que las mismas lágrimas desaparecían antes de nacer. Esas tardes eran las más duras, el recuerdo del momento en el que la tristeza ahogó su voz golpeaba todavía más duro, notaba como su garganta se secaba y como poco a poco sudaba la poca vida que le quedaba.

Si aquella mañana iba a ser diferente, él no lo sabía. Se despertó cansado, con el dolor de espalda que día a día se extendía más; como si una nueva aguja se clavase produciendo una nueva punzada dolorosa. Delante del espejo pudo mirar unos ojos rojos y una piel que había perdido su brillo. Pudo ver como la vida se estaba callendo lenta pero concienzudamente por culpa de esa tristeza que lo enfermaba. Y si pudiera decir algo, diría que lo peor era la culpa y el no saber que podría haber sido. Pero esa mañana decidió apartar lo máximo posible aquellos pensamientos de su cabeza, el día anterior había cobrado el cheque mensual que le enviaba su familia para sobrevivir mientras no encontrara trabajo e iba a desayunar al bar de abajo. Allí era conocido y los camareros eran agradables pero no lo molestaban demasiado, lo suficiente para entender las indicaciones de la persona que consideraban muda.

Zumo de naranja y tres tostadas mientras en la radio comentaban la actualidad, aquello era todo lo que necesitaba cada mañana para sobrevivir a otro día de rechazo laboral. El dueño del bar era especialmente atento con él, si en algún momento necesitaba algo el hombre aparecía antes de que tuviese que hacer acopio de gesticulación para llamar su atención y la paciencia que tenía a la hora de descifrar sus peticiones. Aquella mañana le había dejado un cuchillo de punta redonda al lado de pequeñas dosis de mantequilla o mermelada de fresa por si se le antojaban. Disfrutaba de su tostada sin nada y tanto la mantequilla como la mermelada quedaron intactos. La mujer de la mesa de al lado le tocó el hombro.

-Disculpa, ¿me cederías tu mantequilla? A mi no me trajeron y así no molesto a ningún camarero.

Abrió la boca pero ni el aliento asomó entre sus dientes. Agachó la cabeza con un leve sonrojo y le cedió la mantequilla a la chica que con una hermosa sonrisa agradeció el complemento para el croissant que había partido a la mitad para acompañar con el café. Con un gesto tan sencillo como una sonrisa, algo se removió dentro de él.

A la mañana siguiente, con el mismo desayuno y en la misma situación pudo ver como la joven que el día anterior le había pedido la mantequilla se volvía a sentar a su lado y terminó por pedirle de nuevo la mantequilla. Le cedió el derivado lácteo con la congoja y el rubor alojado en su cuerpo y ella acabó hablándole durante un buen rato hasta que se tuvo que ir a trabajar.

Al tercer día, la mujer le pidió permiso para acompañarle en la mesa y "robarle" la mantequilla de nuevo. Las respuestas no le salían, pero supo que con las miradas se estaban contando historias que jamás serían dichas.

En el cuarto día, el hombre llegó antes de tiempo impaciente para empezar el desayuno. Zumo de naranja y tostadas, pero no estaban ni el cuchillo de punta redonda, ni la mermelada y tampoco la mantequilla. El hombre empezó a notar el nerviosismo de no tener el ingrediente que unía a aquella mujer con él. Intentaba aparentar normalidad pero por dentro volvía a aquel día donde su voz murió.

Ella entró por la puerta, le miró sonriente como la primera vez. No hubo nervios, en ese momento supo que algo había cambiado y cada paso que la acercaba a él, el pavor que sentía se difuminaba como una ligera niebla antes los primeros rayos de sol. Le trajeron su desayuno y sus miradas se cruzaron. Ella metió la mano en su bolso y le entregó varios envases de mantequilla con la mayor de sus sonrisas. Él comprendió todo y por fin dijo.

-Gracias.