lunes, 29 de octubre de 2012

Las horas muertas

Me acuerdo durante horas mirar al reloj de mi cuarto, al lado de la puerta. No tenía nada especial, era un reloj con forma de timón y al lado de cada hora había un signo zodiacal. Desde que tengo uso de memoria siempre faltó uno, sagitario no era de eso estaba seguro pero cada vez que hacía la lista mental de todos los que estaban representados, al final me autoconvencía de que era virgo porque no entendía como se podría representar ese signo. Si todavía tuviera ese reloj tendría que añadir ofiuco a la lista de signos zodiacales que no aparecen o han desaparecido del reloj. Yo he sido uno de los damnificados en ese cambio estelar, sigo diciendo que soy sagitario, en mi fuero interno mantengo con llave esa mentira mientras me miro en el espejo avergonzado, soy ofiuco. Quizás eso me llevaría a unas nuevas personas con las que astralmente estaría conectado y que en la vida real no soportaría. Da igual. La cosa es que estaba pensando en aquel reloj, un timón y signos zodiacales formando un reloj. Como siempre, quise buscarle el significado a todo, para mi este reloj representaba el hecho de que no podemos dejarnos guiar por lo que llamamos destino. Me felicitaba a mi mismo por mi gran interpretación de un objeto, pero aquel reloj tenía algo más. La aguja que marcaba los segundos mantenía una verticalidad casi perfecta, como deseando no alejarse del seis y solamente era interrumpida esa unión durante un segundo, segundo durante el cual se separaba para marcar el paso del tiempo y al segundo siguiente volvía a su caída absoluta. Y aproveché mi momento filósofo para añadir a mi anterior enunciado, no nos podemos guiar por el destino, en cualquier momento estaremos muertos.

Tuve que dejar de mirar los gráficos de la pantalla, buscar en mi cajón la medicación y acercarme a la máquina para comprar una botella de agua. El dolor de cabeza era intenso. Me quedaban varias horas en el trabajo, ese trabajo que me había conseguido un amigo y en el que me sentía preso cinco días a la semana. No era complicado y no estaba mal pagado, pero dentro de esa oficina mis pensamientos agonizaban mientras una masa abrumadora de números que dentro de un mes no importarían a nadie borraban la poca cordura que puede tener una persona obligada a convertirse en parte de un grupo social. Ya casi era un hombre de provecho. La individualidad casi se había esfumado y en su lugar quedaban un alquiler de un piso, un poco de comida en la nevera y demasiadas facturas. Más números y esas horas que se congelan.

Estaba fuera del infierno cubicular y mi abnegado amigo me ofrecía tomar una copa. Una copa, dos copas o treinta copas necesitaría, pero ahora no, ahora tenía que hacer otra cosa. La carta, la carta lleva dos semanas desplazándose del bolsillo de mi cazadora a mi mesilla de noche con la promesa de ser entregada, hoy tiene que ser el día del envío, hoy seré capaz de atreverme y que el alcohol solucione el resto. Las dudas, los miedos, la nostalgia de no dormir con la carta a mi lado. Ya no es mía, es de ella. Hoy la entrego. Dejo las cosas del trabajo en casa y me visto con ropa más cómoda, bajo con la carta entre mis dedos y sabiendo que el golpeteo del reloj de mi cabeza machacará cada instante muerto recordándome que puede ser el momento en el que llegue a sus manos. Veo el buzón, un tipo se me acerca y me pide la cartera. Tengo prisa, no me puedo parar. Meto la mano en mi cazadora para sacar la carta, él una navaja y me le clava dos, tres veces. Me siento muy pesado, noto sus manos buscando por todo mi cuerpo. La carta se está manchando, intento mirar la hora, ya no tengo reloj, voy a echar de menos los números, voy a echar de menos el valor de no haber enviado la carta, extrañaré esas copas que me había ganado.