sábado, 5 de junio de 2021

Dos borrachos

     Estar con Lucas suponía dos cosas: beber y debatir sobre lo cotidiano hasta tener el corazón un poco más triste que cuando nos tomamos la primera copa. Esa noche no iba a ser distinta. La vida no nos estaba dando cuartel y no estábamos sabiendo jugar nuestras cartas. Esto se podría apreciar en el ritmo en el que se vaciaban las latas de cerveza y en que la pesadez que iba por dentro nos producía una incapacidad para que el debate se calentara. Las conversaciones se sucedían y con ellas llegó la melancolía. Esa melancolía que se produce cuando estás en territorio amigo y la bebida llega tanto al pecho como a la cabeza. Él llevaba un tiempo queriendo sacar un tema y rodeándolo con otros banales y yo tampoco sentí la necesidad de presionarlo. Su locura, sus tiempos. Cuando por fin se sintió capaz de ir a por el tema que le corroía no supe predecir que era un viaje para ambos.


-Tío, ¿cuándo crees que dejamos de odiar?

-No puedes pasar de hablar de fútbol a hacerme esta pregunta cabrón.

-A ver gilipollas.

-Vale, déjame aclarar los pensamientos. -Con solo tres palabras supe que la pregunta era importante para él y di un largo trago para ordenar todo lo que se me vino a la cabeza cuando hizo la pregunta. Era un tema sobre el que había pensado y que apareciera en mi vida en este momento parecía una mala casualidad.- No sé cuando dejamos de odiar pero, y déjame terminar; para mi tiene tres etapas. Sé que va a sonar a una de mis turras pero creo en las tres etapas. Recuerdo estar emponzoñado por el odio y vivir por y para él. Me consumía, me dolía cada día pero no era capaz de dejarlo ir. Odiar era lo único que daba sentido a que cada mañana me levantara de cama. Sé que suena patético y ahora lo pienso y lo es, pero cuando estás metido en ese pozo tiene sentido. Odiar de verdad a veces significa perder incluso el recuerdo de los motivos que te llevaron a ese punto y es en ese momento cuando no eres capaz de funcionar sin ese sentimiento amargando cada una de tus acciones de tu día a día. Pero el tiempo pasa y ese odio deja de tener sentido y da paso a la vergüenza. Si el odio duele la vergüenza pesa. Te obliga a cada día llevar el recuerdo de todos esos actos que hiciste en el pasado y te hace ver lo estúpido que has sido durante tanto tiempo. Es necesaria pero es desagradable, como tener todo el rato la ropa mojada. Si durante un tiempo no eres capaz de mirar atrás y ver que eras imbécil has hecho algo mal. Quizás es porque yo siempre he sido bastante sinvergüenza pero no dura tanto y menos mal, si lo paso mal en verano todo sudado imagíname con esa ropa metafórica eternamente mojada... Pero bueno, todo pasa. Y llega el perdón. El perdón es agradable, como un primer trago rodeado de amigos. No sé si todo el perdón se centra en el dolor inicial o también en perdonarte a ti mismo o un poco de todo. Es una reconciliación contigo y con el mundo y te diré que solo le falta sexo de reconciliación para ser perfecto. Te aligera y te reconforta. El día que te puedes perdonar es un día para recordar. Lo siento tío, me he liado con la respuesta pero lo dicho, no sé si dejamos en algún momento de odiar pero para mi tiene esas etapas.

-Deberías dejar de hacer el idiota con tu vida y escribir.

-Debería abrirme otra cerveza y ponerte otra a ti en la mano antes de que sigas diciendo tonterías.

-Eres un cobarde.

-Ahora mismo te odio por ello pero que sepas que algún día nos perdonaré.


Se rio como solo un buen amigo se ríe cuando tu broma es terrible. Aceptó la cerveza que le puse en la mano y continuamos bebiendo. Aquella noche nos quedamos bebiendo hasta casi el amanecer. Fue divertido. No creo que se pueda rescatar alguna conversación más de esa noche pero sí que mi pequeño discurso pareció reparar algo en Lucas. También algo en mi. No escribí pero tardé mucho tiempo en volver a odiar.