Ya somos pocos los que recordamos que hubo un tiempo donde los seres mágicos formaban parte del día a día de la humanidad. La convivencia con hadas, enanos, elfos y centauros era total y otros seres cuya transcendencia temporal fue menor influyeron en el tipo de sociedad que tenemos hoy. Una de esas criaturas fueron los Gólem de lágrimas o también conocidos como Psykos. Eran unas criaturas solitarias de tres o más metros de piedra que se dedicaban a visitar a los poblados que tenían cerca y ayudaban a sus habitantes a regular sus emociones. Al contacto físico absorbían esa felicidad, tristeza o ira desmedida y la transformaban en lágrimas que se acumulaban en su interior. Esa habilidad ayudaba a mantener la tranquilidad y la paz entre muchas de esas personas. Eso hizo que muchos líderes ávidos de poder los cazaran y los destruyeran y con el tiempo quedaran muy pocos en nuestro mundo hasta que al final desaparecieron.
Uno de estos Gólem vivió siglos atrás en las tierras donde vivo en la actualidad y dejó una historia sobre su existencia que se pasó de boca en boca hasta mis tiempos. El mito dice que ocurrió cuando los Psykos ya eran perseguidos y por lo tanto el ser de piedra vivía alejado de cualquier poblado y cada mañana visitaba a las gentes para realizar su "magia". Que un día tras su jornada de recogida de lágrimas se volvió a los bosques para pasar el resto del día alejado de posibles depredadores y por el camino se encontró un pequeño jardín de margaritas. El Gólem se quedó observando aquellas flores y se percató que algunas de ellas habían sido dañadas por pisadas y aunque sus habilidades no tenían nada que ver con la jardinería decidió ayudar. Con sus manos de piedra escarbó un pequeño surco alrededor de todas las flores. Recogió ramas, palos y troncos de madera caídos por el bosque y con ellos montó una cerca para evitar que volvieran a dañar las flores. Inclinándose sobre las flores las regó con las lágrimas que acumulaba en su interior. Cada mañana visitaba a las personas que necesitaban de sus poderes y cada tarde volvía al jardín. Poco a poco el Gólem construyó un hogar alrededor del jardín. Lo protegía, lo regaba, le hablaba y pasaba gran parte de su tiempo con el jardín. Cuando granizaba intentaba que no se dañara con su cuerpo y cuando el Sol apretaba le daba un poco más de sus lágrimas y sombra.
Pasó el tiempo y el jardín floreció más hermoso que cuando el Gólem lo encontró. Las margaritas parecían responder a los cuidados del Psykos. Una tarde cuando le hablaba el jardín le contestó. Parecía que las lágrimas con las que lo regaba tenían propiedades mágicas y no solo sirvieron para que se recuperase. Esto reforzó los cuidados del Gólem que por primera vez en mucho tiempo no estaba solo. Cada mañana ayudaba a personas sabiendo que eso le venía bien al jardín y por las tardes hablaban hasta que llegaba la noche. Transcurría el tiempo rápido como cuando eres feliz y una tarde cuando el Gólem regresó las margaritas no le hablaban. La criatura de piedra le preguntó repetidas veces que ocurría y tras mucho insistir las margaritas le pidieron que arrancara una de las flores y la deshojara preguntando si era querido o no. El Psykos hizo lo que le habían pedido y cogió una de las flores que había ayudado a crecer. Uno a uno fue retirando los pétalos mientras decía aquello de "me quiere, no me quiere". Cuando llegó al último pétalo tocaba decir que no le querían y el Gólem dejó caer la flor sobre el resto del jardín con el último pétalo sin retirar. El Gólem caminó alejándose de aquel lugar que consideraba su hogar. Las margaritas se mantuvieron en silencio. La barrera que puso su cuidador la protegió largo tiempo pero sin el riego de lágrimas con el tiempo perdió la capacidad de hablar. Las flores se mantuvieron durante mucho tiempo hermosas sin que nadie las molestara. Por su parte el Psykos caminó durante días hasta unas tierras que no conocía. En cuanto decidió que ya había tomado la suficiente distancia se sentó y se hizo bola en el suelo. Allí de sus ojos empezaron a brotar lágrimas de barro. Lloró tanto que el barro empezó a cubrir su cuerpo mientras permanecía inmóvil. Y así se quedó. Lo que un día fue un gigante que recibía las emociones de todo el mundo ahora era una piedra inerte. No puedo decir si murió de pena, si al perder todas las lágrimas de su interior se esfumó la magia que lo mantenía con vida o si sigue vivo incapaz de moverse por la tristeza. Por eso cada sábado salgo a caminar por la naturaleza y cuando veo una piedra de un tamaño enorme me siento a su lado y le hablo. Le cuento como ha ido mi semana y termino abrazándola deseando que si algún día fue un Gólem de lágrimas vuelva a estar entre nosotros.